sábado, 23 de junio de 2012

Carmen

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Autores: G. Bizet, P. Mérimée.
Intérpretes: María Carrasco, Paco Mora, 
Concepción Jareño, Manuela Amaya, Antonio 
Carbonell y cuerpo de baile (Compañía de ballet flamenco de Paco Mora). 
Guitarras: Carlos Pascual, Ángel Montejano. 
Percusión: Rafael Escudero. 
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Otra vez la cigarrera

No es fácil distinguir siempre lo que separa el mito, del tópico,. Porque algunas interpretaciones, con frecuencia se convierten en un lugar común, o vulgar, para pasar a ser, una trivialidad, Y se llega a utilizar el mito de don Quijote, por ejemplo, o el de don Juan o Celestina, de modo tan superfluo que devalúa la grandeza de tales personajes. Carmen es uno de ellos. El romántico Mérimée oyó hablar de ella e ideó una historia de facas, pasiones y toreros que, en 1845 –fecha de su publicación-, obtuvo gran éxito y que Bizet encumbró, definitivamente, cuando compuso su ópera; sin duda muy superior al propio libreto.    Carmen ha provocado después mucha literatura, e incluso ha subido a los escenarios de diversa forma. Entre nosotros se han hecho parodias, ballets, e incluso versiones diferentes para el teatro; la de Antonio Gala, que en su habitual redundancia escribió una Carmen Carmen (así, sin coma) en la que ni Concha Velasco, y mucho menos Tony Cantó, fueron capaces de salvar del desastre, cuyo conductor fue José Carlos Plaza; o la de Salvador Távora, empeñado en recuperar la verdadera historia de la cigarrera de Triana, con sus ansias de libertad, y la incomprensión con la que hubo de enfrentarse.

  Se piensa en todo ello cuando se presencia ahora esta Carmen que presenta el ballet de Paco Mora. Dice el programa de mano que sus autores son Bizet y Mérimée, pero en realidad lo que queda de ellos es apenas unos fragmentos grabados de la ópera, y la sinopsis argumental. Todo lo demás es el baile, el cante y el toque: palos populares como la soleá, las bulerías, el martinete, o las inevitables sevillanas (hay en este espectáculos demasiadas cosas “inevitables”, por lo que el mito busca desesperadamente los tópico). Esa mezcolanza entre el cante y el bel canto, no se comprende bien en un ballet flamenco, y cabría interpretarlo como una timidez por parte de su creador, que ha querido mantener referencias constantes a la ópera francesa, como apoyo a la narración. El resultado es por ello híbrido, confuso, amalgamado. Y se detiene demasiado en los cuadros de sarao flamenco, a sabiendas de que la historia se pierde, pero que el público se anima ante los buenos cantes, los vigorosos zapateados; la pasión por el género. Se conforma, con todo ello, un espectáculo muy irregular, donde pueden verse momentos brillantes, pero que en su conjunto no consigue coherencia argumental ni estilística.
    Apabulla María Carrasco, en cuanto hace su aparición en escena, revolando los blancos volantes sobre su estrecho y expresivo cuerpo, pero insuficientemente aprovechado en una coreografías planas (alguna excepción, como el cuadro de la Muerte). Combate Paco Mora para que su físico conserve la arrogancia al bailar. Hace un exhibicionismo descarado Antonio Carbonell, en su personaje de “toreador”, y atrae las miradas el  cuerpo de baile, discreto, con Manuela Amaya, primera solista.
Se escucha mucho mejor que se ve: las voces suciamente espléndidas de Isabel López y de Álvaro Prada, las buenas guitarras, el taconeo y las palmas. Y hay un momento, por desgracia temprano, en el que ya se sabe que lo importante va a ser eso, junto a algunos solos de baile; y es que la coreografía, la iluminación, los elementos escenográficos, son muy poquita cosa. Carmen, la cigarrera, queda apenas como pretexto.
Enrique Centeno



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