miércoles, 11 de enero de 2012

Los enfermos **

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Autor: Antonio Álamo. 
Intérpretes: Chema Adeva, Amaia Lizarralde, 
Antonio Canal, Roberto Quintana, 
Chema de Miguel, Mingo Rafols, Gonzalo Cunill. 
Vestuario: MercJosé Miguel Josè Paloma. 
Escenografía: José Manuel Castanheira. 
Dirección: Rosario Ruiz. 
Teatro: La Abadía. (13.11.1999)
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No eran simples locos

Es posible que pueda hacerse este diagnóstico de Los enfermos a las figuras políticas de la última guerra y de aquello que se llamó “La guerra fría”. Lo imagina así el autor Antonio Álamo, pensando que la Historia se cuece en gabinetes de frenopático entre enloquecedoras conversaciones y pactos. De una parte, Hitler y Eva Braun suicidándose en el búnker tras la derrota y mostrando sus personalidades esquizoides y estúpidas. Después un payaso, Stalin, cuya obsesión parece, únicamente, dedicada hacia el poder; se entrevista con Churchill para mostrar dos especies de semiseres tontos, ambiciosos y sin nada que decir acerca de la situación de Europa. 
    Lo que importa es ver los calzoncillos de toda esta gente, que les asoman bajo los abrigos y sus capotes plagados de condecoraciones. Una uniformidad que contamina a este  montaje de un modo peligroso. Parece que es igual la ambición y la tiranía del Hitler exterminador al servicio de una pretendida pureza racial y económica, que la de Stalin imponiendo una dictadura con el sueño de lograr la igualdad social y el ascenso del proletariado al poder; o la de Churchill, intentando un mundo liberal, una democracia imposible, pero no declaradamente dictatorial. Antonio Álamo, pero sobre todo esta puesta en escena, los convierte a todos en auténticos imbéciles más que en enfermos. Y este reduccionismo casi irrita, porque no se puede explicar la Historia a base de payasos que se mueven y actúan como extraños autómatas alucinados en extraños espacios. No está muy claro si es eso lo que pretende el texto.
     Álamo plantea una tragedia de corte shakesperiano: la ambición del poder, la posibilidad de construir la Historia desde la individualidad; aunque desde luego está a años luz de cualquier Rey Lear. Y la directora, por su parte, monta el material escrito en una clave de farsa plana y esquemática que en nada ayuda a las carencias del texto. Naturalmente que todos somos enfermos, de una u otra manera: no idiotas, no iguales, no alineados. Liquidar la personalidad de Hitler, de Stalin, de Kruschov o de Bulganin,  como una panda de tontos que se revuelcan, deliran o poseen una suprema ignorancia política, es, al fin y a la postre, una postura reaccionaria, una carencia del verdadero análisis que esta función elude de un modo asombroso. Convertir los grandes hitos de la Historia en una farsa estúpida, accidental y personal, produce una honda decepción.
Ya hemos dicho que no queda claro si el texto original acentúa tanto los terribles aspectos señalados. La directora, Rosario Ruiz, parece más bien haber hecho un ejercicio de lucimiento, junto con el aparatoso espacio escénico, creado muy bien por José Manuel Castanheira, y una interpretación a la que se ha impreso un estilo ecléctico cuya artificiosidad hace que los intérpretes naveguen entre la construcción de sus personajes y los muchos tics y juegos farsescos que les han impuesto. Claro que todos somos enfermos, pero el término clínico no puede servir de coartada para el análisis de una época, y de unos personajes mucho más profundos que este juego de locos. Nuestras actuales dictaduras, los terribles liberalismos, el ascenso de la ultraderecha o el racismo de nuestros días, no caben en un diagnóstico médico, sino en un análisis político y social. Lo demás son juegos de arte, evasiones para espectadores complacientes.
Enrique Centeno

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