lunes, 13 de febrero de 2012

La dama duende **

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Autor: Calderón de la Barca. 
Versión de José Luis Alonso de Santos.
Intérpretes: Enrique Simón, Alfonso Lara, Lola Baldrich, 
Celcilia Solaguren, Pedro Casablanc, Pablo Rivero, 
Débora Izarrigue, Gonzalo Gonzalo. 
Escenografía y vestuario: Llorenç Corbellá. 
Dirección: José Luis Alonso de Santos.
Teatro: La Comedia. (CNTC). (28.4.2000)
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Risas con Calderón
Ha elegido la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) un título del más risueño Calderón, para celebrar el cuarto centenario del sacerdote barroco. Una comedia de enredo, de amores, de engaños y de esa perfecta relojería con la que supo superar al mismísimo Lope, cuya biografía, sin embargo, estaba en las antípodas del autor de La vida es sueño. Esta obra, La dama duende, es un  montaje casi mítico de otro director, y que la puso en escena en distintas ocasiones. Nos referimos al casi homónimo del autor de este montaje, Jose Luis Alonso Máñez , maestro que decidió terminar con su vida, hará pronto diez años, cuando La dama duende permanecía aún en escena con notable éxito en la CNTC.
    Como casi todas las comedias de nuestro teatro áureo,  La dama duende es una tontería magistralmente escrita y perfectamente construida: un pasatiempo, un juego, una evanescencia, cuyo mayor mérito es la versificación, el juego del lenguaje, el ritmo goloso y apetitoso que el autor imprime a sus versos. Nuestro comediógrafo actual, el también director José Luis Alonso de Santos, se ha propuesto divertirse también con esta diversión.Lo consigue en su adaptación y, sobre todo, en su dirección, que arrea por los caminos del desenfado, de la frescura, de la irreverencia y de la guasa. De Santos conoce bien los recursos clásicos del juego escénico de la comedia, y monta sus escenas con brío, con un ritmo admirable que imprime a los actores, con esa naturalidad inverosímil que consigue hacer que cada palabra, cada verso, lleguen al patio de butacas remozados, traducidos, cómplices imprescindibles para la utilización de esa alacena tramposa que separa la pasión de la represión, el ansia del comedimiento, la verdad de la mentira (ah, ese barroco que muestra siempre las dos caras de una misma verdad, de la que Calderón no se libra ni siquiera cuando se pone travieso, como en esta ocasión).
   Es lástima que en este montaje se haya dispuesto de una escenografía incomprensible, verdaderamente horrorosa, cuya intención se adivina, pero cuya realización es una especie de escaparate navideño –costoso, faltaría más- que no sirve, ni funciona, ni conceptualmente para la propia puesta en escena. Causó casi verdadero escándalo este trabajo del escenógrafo Llorenç Corbellá, ciertamente infame; no se comprende tampoco el arbitrario anacronismo de vestir a los personajes con trajes del siglo XIX, sin que haya referencia o justificación a tal estética, aunque sus  diseños sean, sin duda,  de gran belleza.
    Son complicados nuestros clásicos, y nunca se hacen al gusto de todos. A nosotros nos gusta esa frescura que los actores y el director han imprimidlo, sin ninguna reverencia, al comediógrafo Calderón, porque de otra manera, no resistiría el paso del tiempo este de enredo. Acciones y lúdicos accesorios, imaginación, diversión y fiesta: esa es la clave de una comedia de enredo, ayer, hoy, y siempre, como sabe bien Alonso de Santos, especialista  en su género. Ha contado con colaboradores excelentes –Joaquín Campomanes, que monta las luchas de espada con espectacularidad- y con otros no tanto: su asesor de verso, por ejemplo, ha permitido que los actores abandonen el ritmo interno –tan importante en nuestro teatro clásico- hasta llegar, en algunos momentos, a parlamentos verdaderamente escandalosos en ese sentido. No se pueden convertir nuestros octosílabos –base del ritmo teatral del que hablamos- en versos de diez, de once o hasta de doce sílabas, porque el actor no quiera hacer sinalefas, sinéresis y otras licencias. Purismos aparte –eso nunca- lo cierto es que chirría, en no pocas ocasiones el verso, aunque también, hay que decirlo, la versión y la dicción de todos hace que se siga con absoluta inteligibilidad; algo que no siempre se consigue con nuestros clásicos. Hemos señalado dos graves defectos, la escenografía y el verso –que en algún actor roce el escándalo, como en Alfonso Lara, por qué no decirlo, aunque haga un estupendo “gracioso”-, pero el conjunto del espectáculo nos remite a los perdidos tiempos en los que la CNTC ofrecía obras vivas para la polémica, para la diversión, para el encuentro no arqueológico, que es lo que el espectador esperaba  desde el anterior director  Marsillach.
Enrique Centeno

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