martes, 25 de octubre de 2011

Romeo y Julieta *

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Autor: Wiliam Shakespeare.
Traducción de Pablo Neruda.
Intérpretes: Raúl Peña, Inge Martín, Vicky Lagos,
Francisco Merino, Jacobo Dicenta, Iñaki Arana,
Mauro Rivera, etc.
Escenografía y vestuario: Rafael Garrigós.
Adaptación y dirección: Francisco Suárez.
Teatro: Centro Cultural de la Villa. (15.2.2000)
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A la sombra de Shakespeare


Ya sabemos que “clásico” significa digno de imitación, lo que marca pautas, lo que crea escuela. Entre las obras de Shakespeare y la de esta función, no merece, en este sentido, su calificativo  de Romeo y Julieta. Está en nuestro imaginario, y nos viene, a la memoria, esa imitación del clásico en montajes dispares, como Historia de los Tarantos (Alfredo Mañas), en la que los Capuleto y los Montesco se transformaban en dos familias gitanas; o aquella película, Romeo, Julieta y las tinieblas, cuyo amor imposible era provocado por la ocupación nazi en Polonia. Recientemente, la prestigiosa compañía Ur, de Rentería, situó el drama en el País Vasco, entre conflictos sociopolíticos. Y luego está, naturalmente, la verdadera historia de Romeo y de Julieta, los dos amantes de Verona que, como demostró Cefirelli en su magnífica película, no necesitan más que el texto y el conflicto que el bardo inglés conoció y trasladó a las tablas. No es fácil hacerlo bien, claro está, como mostró el Instituto Shakespeare, de Valencia, al mostrarnos, en el teatro Olimpia, un lamentable trabajo. De modo que uno ya casi se asusta cuando va a presenciar este título.
    Lo que ha hecho esta compañía que ahora ocupa el escenario del Centro Cultural de la Villa, no es ni una reconstrucción del drama, ni una actualización, ni una versión. Quiere el director, Francisco Suárez, hacer una puesta en escena moderna, o quizá lucir su talento huyendo de toda reconstrucción; lo cual entraña siempre el peligro de la exhibición, por encima de Shakespeare; y por ello, irremediablemente, la consecución del fracaso.
    El montaje juega, más que con los anacronismos, con la ucronía, de forma que vestuarios, decorados y estilos, se entremezclan sin que se entienda muy bien, en cada momento, a qué obedecen -símbolos , sin duda- esos criados que se pelean blandiendo cacharros de cocina, cucharas de servir. Todo tiene esa elementalidad molesto, que menosprecia la capacidad del espectador para universalizar el director y, desde luego, tampoco sabemos por qué no se ha mantenido la hermosa ambientación del original, cuando utiliza el legado de Shakespeare.
    Lo cual no significa que el espectáculo no posea una buena caligrafía, una estética apreciable dentro del absurdo minimalismo (ya saben: personajes que se hablan sin mirarse, acciones que parece que no ocurren, esas cosas que eran como muy modernas hace apenas nada, y que hoy resultan claramente fatuas y grotescas), porque el vestuario, dentro de su disparatada concepción, es bello, como el habilidoso decorado, que no dice nada pero resulta útil para proyectar luces y sombras. Es una lástima, por otra parte, que los actores, con alguna salvedad –Francisco Merino, estupendo- muestren carencias integrales: de físico, de voz, de talento, de dominio escénico. Lo cual resulta, verdaderamente escandaloso, el caso de los protagonistas. (¿Qué pasa en este país lleno de grandes talentos interpretativos para que sus escenarios los invadan mediocridades?). De modo que todo tiene ese aire del viejo teatro experimental con el que, es casi seguro, habrá disfrutado muchísimo su director cargándose nuestra vieja leyenda de Romeo y Julieta, para erigirse él mismo en protagonista de una historia que no es suya. Otra vez será.
Enrique Centeno

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