lunes, 13 de febrero de 2012

La huella ***

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Autor: Anthony Shaffer. 
Versión de Juan José Arteche. 
Intérpretes: Agustín González, Andoni Ferreño. 
Escenografía y vestuario: José Luis Raymond. 
Dirección: Ricard Reguant. 
Teatro: Arlequín. (21.10.1999)
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Dos actores de dos tiempos

Margarita es el personaje femenino de La huella que no llega a aparecer en escena, y de la que el joven Milo (Andoni Ferreño) hace casi una petición de mano a su marido, el viejo y astuto Andrew (Agustín González). A la curiosa situación, se une también un segundo guiño del autor, porque sabemos que la tal Margarita es más bien ambiciosa, más bien tacaña materialista, y como tirando a inútil. De todos modos, el esposo no acepta la situación: primero, porque es de su propiedad;  y luego, cuando conoce al joven aspirante, porque piensa, en un sorprendente giro –la obra está llena de ellos-, que ella no le merece.
    La huella es quizá el más famoso clásico del teatro de suspense (fue también llevado al cine con mucho éxito) con un texto al que, en efecto, no le faltan méritos. Al engañoso e intrigante enredo se une un indudable ingenio en la construcción de diálogos y, sobre todo, en la creación de dos personajes perfectamente retratados. Y que ponen en juego sus embustes alternativamente, en una peligrosa partida cuyo desenlace se sabe que será forzosamente dramático. Se trata de un teatro que busca lo verosímil, y por eso lo ha dirigido Ricard Reguant con un fiel naturalismo, donde incluso no evita efectos especiales realistas, y para cuyo montaje ha contado con una escenografía magnífica de Raymond, de tanto verismo como buen gusto.
    Ya se comprenderá que el espectáculo es un duelo entre dos hombres: dos personajes o dos actores, como se prefiera. Porque en esta ocasión la pugna, además de la que el texto brinda, consiste en enfrentar dos formas muy diferentes de interpretación. Por un lado, al gran Agustín González, veterano conocedor de todos los tics interpretativos imaginables, de todos los recursos de mejor y de peor estilo, de un sinfín de apoyaturas, dentro de las cuales termina por salir el texto original, que a él parece importarle menos que su lucimiento personal. En el polo opuesto, Ferreño intenta defender el texto que se le ha servido, y construir su personaje partiendo de lo que dice y de lo que hace, sin ensuciarlo, sin apoyarse en sus naturales modos, para volcarse en ese joven Milo. Este contraste entre la búsqueda de la eficacia y el trabajo actoral, constituye también un curioso ejercicio de estilo que gustará al buen aficionado.
    Al escribir esta nota crítica, hemos hecho hoy la correspondiente ficha en la que figura un nuevo espacio para el teatro en Madrid. El viejo Arlequín, cerrado hace dos décadas y convertido después en cine, reabre sus puertas para lo que fue su función original. Remozado, modernizado y agradable, con buena acústica e instalaciones confortables, tenía motivos el productor, Enrique Cornejo, para mostrarse satisfecho. En la noche de su recuperación habló antes de la función desde el escenario; entre sus esperanzas e ilusiones, en las que ha invertido un gran esfuerzo, se dirigió a las autoridades culturales presentes, pidiendo el eterno apoyo que el teatro necesita de las instituciones, como bien cultural imprescindible de mantener. Todos nos unimos a esa petición y a ese deseo, que reiteramos ahora desde aquí, junto con la felicitación al productor.
Enrique Centeno

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