miércoles, 11 de enero de 2012

Los intereses creados •

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Autor: Jacinto Benavente.
Intérpretes: Pepe Rubio, Daniel
Martín, César Sánchez, Marco Saúco, Carlos Torrente,
Julia Martínez, Luz Nicolás, Virginia Soto, Antonia Paso,
Vicente Gisbert, Mari Begoña, Abigail Tomey, Manuel Pereiro,
José Segura, Kico Ortega, Jorge Riquelme.
Ambientación y vestuario: José Lucas.
Dirección: José Tamayo.
Teatro: Bellas Artes.(3.11.99)
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La vieja farsa

Ni siquiera Benavente, ese engañabobos de la literatura dramática de nuestro siglo, merece que se le devalúe de este modo. El premio Nobel, editado y estudiado por insignes eruditos –Lázaro Carreter, el mismísimo Buero Vallejo-, fue experto en autopromoción y supo, con su talento de chascarrillo banal, obtener el éxito que previamente se preparaba en los salones y las tertulias. Todo lo cual no significa que su pastiche de Los intereses creados o su melodramático Señora Ama, por citar sus más representativas obras, no encierren unas cualidades de escritura y de construcción que son un prodigio de habilidad. Por eso no nos parece que el ilustre madrileño merezca esta cosa horripilante que se acaba de estrenar en el teatro Bellas Ates.
    De José Tamayo y de su larguísima y fecunda trayectoria, como director y productor, se pueden esperar muchas cosas, y se sabe que una de sus características es la lectura a veces epidérmica y otras apasionado de los grandes autores; sus montajes de autores gigantes -como Valle-Inclán, Brecht o  Arthur Miller, entre otros con los que se atrevió cuando nadie lo hacía- son esperados por ello con mucho interés, ya que, por encima de sus peculiares visiones, es hombre de enorme sabiduría teatral, de firme dirección escénica, de probado talento en la conducción de los espectáculos independientemente de la visión que de ellos tenga. Es lícito que arroje su propia mirada sobre los diversos textos, sobre todo porque a él se deben importantes descubrimientos para el gran público. Lo cual se señala en esta nota crítica porque, a la vista de este montaje de la obra de Benavente, no hay provocación posible sobre la obra, sus valores, su pretendida actualidad o la que pudo tener en su momento, como sí sucedió hace siete años cuando, protagonizada por José Sazatornil, con dirección de Pérez Puig, se presentó en el teatro Español, y que excitó al análisis a este crítico en estas páginas (31.1.92).
     Porque lo cierto es que este espectáculo es un dislate sin paliativos, una ofensa a la escena, una indignidad para Tamayo, una vergüenza para Benavente, un retroceso en nuestra vida teatral, necesitada de esfuerzos –los que Tamayo ha hecho tantas veces- y no de mediocridades que rayan en la estafa. Lo que en el teatro Bellas Artes se ofrece es una función de aficionados sin entusiasmo, un espectáculo plano con actores mediocres que en ocasiones ofenden, comenzando por el propio protagonista, ese mítico personaje de Crispín que encarna de un modo lamentable, penoso y triste el actor Pepe Rubio. Tras el cual desfilan una galería de mediocridades imposibles de reclutar a no ser que se haga de un modo premeditado para devaluar más aún a Benavente (y que disculpe alguna excepción, como Julia Martínez o Vicente Gisbert, que intentan salirse del rebaño de inútiles). La llamada ambientación son unas cortinillas de salón de actos, la vestimenta es de guardarropía, y todo el espectáculo es nocivamente decadente, a veces hasta ofensivo. Se remonta levemente hasta rozar lo discreto al final –el cuadro del juicio, esa trampa reaccionaria que el autor urdió-, pero en conjunto la cosa alcanza apenas la calidad de los certámenes teatrales de colegios que nuestros escolares hacen en sus institutos. Vimos a José Tamayo saludar la noche del estreno, de manera que, aunque parezca increíble, aunque se piense que es una broma, parece ser que sí, que es él quien ha dirigido esta pobre función.
Enrique Centeno

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