lunes, 13 de febrero de 2012

La falsa suicida *

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Autora: Angélica Liddell. 
Intérpretes: Gumersindo Puche, Angélica González. 
Dirección: Angélica González. 
Teatro: Sala Cuarta Pared. (7.1.2000)
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Es sabido que en muchas ocasiones es preferible no asomarse a los dossiers de prensa de los espectáculos teatrales; incluso lo es también, muchas veces, leer los textos que se incluyen en los programas de mano, redactados por los creadores de un espectáculo. En esta ocasión, se asegura, a propósito de La falsa suicida: “Una mujer cayendo al vacío y un hombre que la salva extendiendo sus brazos. Desde entonces ella se exhibe en un peep-show. Y él, tullido, sobrevive matando gatos en las piscinas”. Si semejante sinopsis es en sí premeditadamente oscura, mucho más lo es el montaje, que transcurre en un hermetismo  feroz y despiadado hacia el espectador, que asiste a una serie de imágenes, palabras y músicas, cuya descodificación le resulta imposible.
    Hay un teatro que aburre y un teatro que divierte, entendiendo el término en su más noble acepción. Divertir, entretener, dar pautas para la reflexión, son objetivos de maestros tan dispares como Valle-Inclán, Brecht, Camus o Alfonso Sastre. Crear un propio mundo onanista es, en cambio, característica de algunos de nuestros autores pelmas: el teatro como fiesta (aunque se represente una tragedia como Las troyanas), o la escena como tránsito de mortandad presuntuosa.
    Lo cierto es que de esta Falsa suicida no se entiende apenas nada, y el público abandona su interés a los pocos minutos de comenzar una representación espesa, presuntuosa, con muchos defectos camuflados bajo una supuesta creación plástica. Una mujer y un hombre sí están, ciertamente, en escena. Ella desnuda la mayor parte del tiempo, inmóvil: él, ataviado con una especie de disfraz de samurai incomprensible. Hablan muchísimo, en frases alambicadas. En cuanto a los recursos lingüísticos, son verdaderamente vanas en sus conceptos. Su historia y sus relaciones son de otro mundo, de manera que, a pesar de la apariencia de vanguardia, nos encontramos ante un producto típico del teatro de evasión, porque éste no sólo se encuentra en el género así llamado, sino en el que se muestra ajeno a nuestra realidad, a nuestros conflictos, a nuestra historia; o que no propicia la menor reflexión en el espectador.
    Luego están las formas, claro: las de esta obra son diferentes a las del vodevil o la comedia de tresillo, evidentemente. Una plástica no funcional, alegórica, donde los elementos con los que se juega, huyen del naturalismo y se sitúan en un mundo simbólico. Lo que ocurre es que los símbolos, como tales, deben sugerir, y éstos apenas lo hacen. El abuso de las ilustraciones musicales, que pasan a primer plano y protagonizan la no acción, delatan una carencia textual,  y constituye un pobre recurso. Hay también, a pesar de la búsqueda estética señalada, una torpe utilización del espacio escénico, que los actores no llegan a ocupar y que se pierde injustificadamente en el largo escenario de la sala Cuarta Pared. Lo que el espectáculo rezuma, además de ese toque reaccionario del camino a la nada, es, por tanto, una disimulada ignorancia sobre el arte escénico.
Angélica Liddell en escena

     De Angélica Liddell, la autora, sabemos poco: seguramente es la misma A. Liddell Zoo (pseudónimo) que hace unos años (1993) publicó Leda, una obrita mucho más interesante que ésta, en la colección de teatro del desaparecido Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas (muchas de cuyas tendencias han quedado para el recuerdo). No se trata de desanimar ni de dar consejos a nadie, pero debería mirar Liddell un poco más a su alrededor, porque un teatro que no nos habla de nosotros mismos, de lo que nos importa o nos toca –en cualquier clave, sobre miles de asuntos- es un teatro muerto. Y si un cuadro puede nacer muerto, sin que importe nada porque nadie lo mirará, el acto cálido de una representación, en cambio, tiene la obligación de servir para todo eso. En otro caso, estaremos dando pasos atrás y encontrando otra vez el arte de la nada.
Enrique Centeno

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